Discurso del académico correspondiente D. Gabriel Amengual Coll
La razón, 10 de abril de 2023
Discurso de aceptación del académico correspondiente Sr. D. Francisco Pedraja Chaparro.
La Razón, 27 de febrero de 2023
La Razón, 24 de febrero de 2023
ABC, 6 de febrero de 2023
ABC, 28 de noviembre de 2022
La Razón, 26 de noviembre de 2022
Ecos de Futuro (noviembre 2022) Especial Vocento 20 años
Intervengo como miembro de la Mesa Directiva de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, ante la obligada ausencia de nuestro Presidente, el Profesor Benigno Pendás, por un compromiso ineludible fuera de Madrid. Y lo hago para unirnos, con todo entusiasmo, al homenaje al gran historiador e intelectual que es STANLEY PAYNE. Una muy feliz iniciativa de la Sociedad de Estudios Contemporáneos (SEC) KOSMOS-POLIS y en particular de Jesús Palacios. Y agradecer también a la institución que nos acoge, el CEU, por su hospitalidad y permanente compromiso con el compromiso público, gratitud que sintetizo en la persona de su Presidente, Alfonso Bullón, y a todas las instituciones hoy presentes para expresar nuestra admiración, gratitud y afecto a Stanley Payne por sus enormes aportaciones al esclarecimiento de páginas esenciales de nuestra Historia.
Payne ingresó en nuestra Academia en 2012 a propuesta de tres muy ilustres miembros -Marcelino Oreja entonces Presidente, Juan Velarde Vicepresidente y José Ángel Sánchez Asiaín, quien entre otras muestras de su relevancia baste mencionar que publicó, aquel mismo, año su monumental investigación dedicada a la Financiación de la Guerra Civil Española con más de 1.200 páginas-. La Academia con el apoyo a su ingreso por unanimidad, evidenció el total reconocimiento y pleno apoyo a su muy extensa y rigurosa dedicación al minucioso estudio de nuestro pasado. Una tarea en la que ha gozado ya en España innumerables reconocimientos, premios, distinciones, Doctorados Honoris Causa y medallas, imposibles de enumerar ahora. Pero me importa destacarlo por su singularidad. Solo biografías tan excepcionales como la suya reciben tantas pruebas de admiración y elogio. No es nada frecuente este reconocimiento generalizado de la excepcional categoría de una personalidad de cualquier especialidad.
Es sabido que España es un país muy reacio a premiar en vida con reconocimientos, a todo tipo de personas en todas las actividades, sean empresarios, políticos, artistas, académicos, escritores, investigadores etc.; a lo mejor no es solo un tópico aquello de “no hay obra buena sin castigo”. Recuerden las protestas contra un destacado empresario que, para algunos, cometió la osadía de regalar varios cientos de millones de euros a la sanidad pública para moderna maquinaria contra el cáncer. No recibió medallas sino esos algunos le dirigieron no pocos insultos y descalificaciones.
En la cultura de nuestra sociedad hay algo de hostilidad a la excelencia que impide el reconocimiento de los méritos de personalidades excepcionales. Hay que esperar hasta la muerte para aplaudir el gran valor de sus aportaciones a la colectividad. No en vano muchas veces se ha dicho que nuestro país es donde se entierra brillantemente al reconocer entonces -y no antes- los méritos aportados por sus figuras. Se requiere llegar a término para solo entonces ensalzar, elogiar y reconocer abiertamente sus méritos y valía.
¿Por qué hay tanto silencio sobre las aportaciones de excelencia? Seguro que son muchas las razones que intervienen en tan lamentable situación. Desde luego, en España tienen mucho más prestigio las posturas críticas y las censuras que los elogios. Los discursos negativos y negativistas tienen a priori un plus de credibilidad -e incluso una atribución de mayor inteligencia de sus autores- del que carecen los elogios, siempre percibidos bajo el aura de la sospecha y desconfianza.
La excelencia tiene en todos los campos difícil arraigo y el poco que hay, tropieza con la fortaleza de la envidia. Seguramente hay algunas causas históricas, como la muy persistente deslegitimación de las elites y dirigentes pero no solo políticos sino de toda especialidad; pocos países han tenido por ejemplo campañas como la sufrida por Galdos para impedir que se le concediera en Suecia el Premio Nobel. No soy historiador sino sociólogo, pero me parece muy dilatada en el tiempo la hostilidad a la excelencia, a los mejores, a los héroes de todas las épocas. No deja de ser significativo que nuestra obra literaria emblemática, el Quijote, lo que retrate sean las desventuras de nuestro protagonista o, si se quiere, la apología de los fracasos del héroe. Quién sabe si ese mensaje precisamente es fuente esencial de su popularidad.
Este recelo de la excelencia ha sido persistente, pero no hay que olvidar que hoy está fomentado incluso en el sistema educativo. No se me ha olvidado que hubo una Universidad pública española, en el siglo XXI, que en sus Estatutos se acordó que los alumnos tenían derecho -he dicho derecho- a copiar en los exámenes; ante el escándalo social provocado fuera de la Universidad al conocerse tan singular derecho, se optó por eliminarlo del articulado, aunque no se si de los usos reales. Pero no se trata de una mera cuestión de hechos. Incluso las propias recientes leyes educativas -que tan erróneas, graves y perniciosas me parecen- van en la misma dirección de menospreciar la excelencia, el esfuerzo, la ética del trabajo y el afán de superación. Si el sistema educativo no pone estos valores como objetivo esencial de su actividad, ¿cómo nos puede sorprender que la ciudadanía viva de espaldas en la admiración de cualquier personalidad notable? Los españoles solo reconocen como excelentes a deportistas pero si son de su propio equipo.
Por eso es muy de admirar el muy justificado reconocimiento del prestigio y excepcional valía que ha recibido desde siempre Stanley Payne. Entre los muchos aspectos que pudieran destacarse, por el gran número de personas que intervienen en este acto, mencionaré solo tres brevemente.
Este y cualquier reconocimiento que se le tribute a Stanley Payne, es un reconocimiento sobre todo Justo y merecido. Y lo es ante todo por su intensa dedicación, casi permanente, a estudiar la historia de España. Una dedicación intelectual de más de 60 años, solo puede realizarse por el cariño y afecto a estas tierras que han sido objeto de tanta entrega, trabajo y desvelos. Pocos investigadores, de hoy o del pasado, cuentan con una biografía de tan intensa, certera y generosa dedicación a nuestra historia. Una dedicación mantenida por su enorme afecto y cercanía con España, lo cual nunca ha menoscabado su plena independencia de criterio ni la objetividad de su trabajo científico.
Es también acertado el reconocimiento y aplauso a la obra de Payne, por la muy rica amplitud temática de sus investigaciones. Payne ha diseccionado todos los parámetros centrales que conforman la dinámica del pasado de nuestra sociedad y, en esa aportación, ha sido un permanente innovador en la radiografía objetiva de nuestro pasado, desde su propia tesis doctoral, publicada en inglés, en 1961, Falange. Historia del Fascismo Español traducida al español en Paris por la editorial Ruedo Ibérico en 1965. Desde entonces no ha parado de abrir campos temáticos esenciales de nuestra historia, siempre con el rigor y objetividad que es norma de su obra. No en vano es el hispanista norteamericano más destacado. Es imposible enumerar sus trabajos en tantos aspectos esenciales de nuestro pasado al contar con una treintena de libros y más de 200 artículos en Revistas científicas. Baste aludir a sus trabajos sobre el papel del Ejercito 1808-1936, a la 2ª República, a los ingredientes revolucionarios en aquellos años, al colapso de la República y los orígenes de la Guerra Civil, El camino al 18 de julio: la erosión de la democracia en España diciembre 1935-julio 1936, el nacionalismo vasco hasta el nacimiento de ETA, el Catolicismo en España, etc. Pero son notables sus aportaciones también al análisis del régimen de Franco, en libros como el que tiene ese mismo título, El Régimen de Franco 1936-1975, Gobierno y Oposición 1939-1975 que apareció en el vol 41 de la Historia de España de Menéndez Pidal y J.M Jover, El Primer Franquismo 1939-1959: los años de la autarquía, Fascismo en España 1923-1977, Fascismo en España 1923-1977, la Época de Franco la España del Régimen 1939-1975, diversas aproximaciones biográficas a Franco, José Antonio Primo de Rivera, o de Niceto Alcalá Zamora. Y junto a ello centenares de artículos profesionales en las mejores revistas profesionales del mundo. Pero déjenme mencionar dos libros de este último lustro que hasta en sus títulos denotan su compromiso investigador: Uno de 2017 se titula En defensa de España. Desmontando mitos y leyendas negras (Premio Espasa de Ensayo), que es todo un ejemplo de su militante actitud intelectual y vital y del rigor con que ha estudiado nuestra historia, desechando tópicos y falsedades. El otro, todavía más reciente, de 2019, se titula La Revolución Española 1936-1939 (Espasa 2019) un libro en el que, con hechos y no con pancartas, destroza los mitos de quienes continúan hoy intentando pintar a la segunda República como el paraíso terrenal.
Y esta referencia me lleva al tercer punto que quisiera destacar. Otro historiador ilustre -E.H. Carr- nos dejó una instrucción muy clara de cuál es el papel del Historiador, que Payne ha hecho práctica permanente en su obra científica. Nos dijo que: “Aprender de la historia no es nunca un proceso en una sola dirección. Aprender acerca del presente a la luz del pasado, quiere también decir aprender del pasado a la luz del presente. La función de la historia es la de estimular una más profunda comprensión tanto del pasado como del presente, por su comparación recíproca” (E.H. Carr “Qué es la Historia, 1967, pág. 91).
Esta bidireccionalidad de las lecciones y de su enseñanza para el aprendizaje de la historia es una constante en la obra de Payne y, para mí, uno de los principales legados de fondo de toda su obra. Mas allá de la extensísima aclaración e interpretación acertada de hechos básicos de nuestro pasado -examinados por cierto siempre en el contexto europeo que es otra de sus especialidades-, Payne ha dado luz siempre también sobre nuestro presente al examinar, criticar o presentar los errores producidos en nuestro pasado. Sin ataduras de tópicos, ni sometido nunca disciplinas de ninguna ortodoxia. Es decir ha sido un intelectual que ha ejercido la objetividad y la libertad. Nunca le ha importado, ni ha buscado, ni coincidir ni discrepar con los imperativos y las rigideces de escuelas y sectas sobre la historia de España seas cuales fueran. Nunca se ha sometido a modas ni presiones, ni nunca ha canalizado obediencias a alumnos y colaboradores, salvo al rigor científico y al análisis exhaustivo de las fuentes. Desde el más profundo rigor académico, ha ejercido permanentemente la libertad intelectual, donde quiera que le llevara.
Lo cual quiere decir que todas estas fantasías históricas montadas alrededor de la llamada Ley de Memoria Histórica, que busca imponer la lectura unidireccional de nuestro pasado, es un asunto ajeno por completo a un intelectual de la categoría y seriedad de Payne.
Por eso somos muchos quienes, también desde fuera de la profesión y dedicación a la Historia, le profesamos gratitud desde luego por sus innumerables enseñanzas esenciales de nuestro pasado; pero no menos también por su lección de ética y dignificación del quehacer histórico sin someterse a los dictados de este mandato de la Ley, tan ajeno a la realidad y tan propia de la propaganda. Payne no es militante de nada; mejor dicho, solo lo es de la objetividad en el análisis de los hechos históricos sobre los que carece de cualquier respuesta a priori. Porque en su obra se pierde el tiempo si se busca propaganda.
Al unirme al homenaje a Stanley Payne le agradezco para siempre el testimonio de luz, razón y claridad con que ha iluminado verazmente nuestro pasado y presente. Gracias para siempre por el muy valioso y útil testimonio de lucidez para esclarecer la historia y el presente de nuestra España. Muchas gracias.
La Razón, 11-06-2022
Es para mí un honor contribuir en esta Academia al homenaje a quien fue miembro numerario de la misma, ilustre político y jurista, y, en fin, Jefe del Estado de 1931 a 1936: Niceto Alcalá-Zamora. Agradezco al Presidente Pendás y a la Mesa Directiva que me hayan encargado de esta tarea.
El que el homenajeado después de muchos años de servicio en el reinado de don Alfonso XIII fuera líder republicano y presidente de la II República y el homenajeante sea quien como yo ha dado y da reiterados testimonios de mi profunda convicción y fidelidad monárquica, es un tributo a la continuidad de la historia de España. No se trata de encomiar ni denostar a la II República aunque sí de rescatar y elogiar la memoria de su Presidente, esto es, recuperar afectivamente la Historia de España toda desde los godos a don Felipe VI, paso a paso, y esta Real Academia, como acaba de señalar nuestro Presidente ha sido y es, un paso no menor atendiendo a su plural composición desde los días fundacionales hasta el presente y al tenor de sus trabajos durante más de 150 años hoy en vías de recuperación y amplia difusión.
Don Niceto Alcalá-Zamora fue no solo un valioso ministro de la Monarquía y un presidente democrático de la República sino una figura objetivamente valiosa al margen de sus propios avatares políticos.
Sin duda, la personalidad de Alcalá Zamora destaca entre los políticos españoles de su época. Su biógrafo más entusiasta, y a mi juicio, el más ilustre, quien fue nuestro compañero el profesor Jesús González Pérez, destaca la honestidad y sencillez basados en una ejemplar fidelidad y responsabilidad familiar, algo que ni los más detractores de don Niceto son capaces de discutir. Más dudosa es la generosidad que González Pérez le atribuye, a mi juicio, por proyectar en el biografiado las virtudes del propio biógrafo que tanto admirábamos. Las confidencias de Miguel Maura sobre los rencores de don Niceto servidos por una memoria gigantescas (mira Migué a mi quien me la hace me la paga) y su rechazo a Gil Robles, rayano en lo inconstitucional por la inevitable competencia por el liderazgo de la derecha republicana, dicen poco de la generosidad de nuestro personaje.
Pero no son los defectos ocasionales los que definen una personalidad, a mi juicio caracterizada por rasgos más positivos y profundos. Alcalá Zamora fue un político de vocación, de convicciones liberales y talante moderado como corresponde a un buen burgués; un jurista de alta calidad; de una amplia cultura y de talante y filiación francesa.
Se trata, sin duda, de un político de vocación de talante liberal por tradición familiar. Desde su abuelo, cadete que protestó hasta la dimisión por negarse a servir al absolutismo de Fernando VII, hasta su padre, típico militar de ideología liberal, pasando por su tío paterno Gregorio, que se adhirió a la república en 1873, y su otro tío, Luis, amigo de Prim, cura demócrata, apasionado y conspirador. Pero el liberalismo familiar era un liberalismo templado por la condición militar de muchos de sus parientes y que heredó su propio padre y por su acendrado catolicismo, compatible con un alto grado de tolerancia no corriente en aquella época. Él mismo, en un mitin del año 30, cuando ya era un adalid de la causa republicana, llegó a autocalificarse de conservador de pura cepa. Como dijo después de sí mismo Osorio Gallardo fue un “monárquico sin Rey”.
Sin embargo, este político por vocación y con tradición militar familiar tuvo desde la infancia una afección oftalmológica que le impedía seguir la carrera castrense y renunció a ella para estudiar derecho, primero en Granada y después en Madrid, donde su padre le acompaña para culminarlos. Conoce entonces a Moret, Alberto Aguilera y al sacerdote Sánchez Suárez después propuesto por el gobierno liberal como obispo de Almería. Se doctora en 1899 con una tesis de historia del derecho de significativo título El poder en los estados de la reconquista, y en la misma fecha oposita con éxito al Cuerpo de Letrados del Consejo de Estado. Colabora a continuación con Cobeña en su despacho profesional hasta que establece el suyo propio en 1903. Allí desarrolla una intensa actividad profesional que compatibiliza como entonces era usual con la carrera política en feliz coincidencia que dignificaba una y otra profesión y de la que fue fruto, un notable éxito profesional y económico. Fue un abogado combativo que brilló en el foro por sus profundos conocimientos especialmente procesales, civiles y administrativos, aunque también penales y aún canónicos. De Alcubilla viviente le motejó el envidioso Azaña. No fue como el caso de su coetáneo Eduardo Dato, también un jurista ilustre, un gran compenedor. A don Niceto le gustaban los pleitos y sabía ganarlos.
Su extraordinaria capacidad oratoria le sirvió de instrumento a su carrera política. secretario político del Conde de Romanones en 1905, figura con la que no le falto roces a la que siempre guardó entrañable aprecio, subsecretario en el primer gobierno de Canalejas, en 1910, después Ministro de Fomento 1917 y Ministro de la Guerra en 1922, siempre en el partido liberal dirigido por García Prieto. Solamente en 1923 dimite y pasa a una creciente oposición republicana que culmina 1930, por considerar al Rey responsable de la dictadura de Primo de Rivera.
Fue una carrera apoyada en conocimientos profundos, para su tiempo y circunstancia, en todas la materias que como tal político abordó. Desde el Ministerio de Fomento, donde utilizó los conocimientos jurídicos que como abogado había acumulado hasta los temas militares. De lo primero es buen ejemplo sus dos trabajos, La concesión como contrato y derecho real de 1918 y Los derroteros de la expropiación forzosa, de 1922. De lo segundo sus discursos sobre el programa naval, donde analiza la situación internacional con talante profético debido a su atenta lectura de Tocqueville al referirse al inevitable enfrentamiento entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, el problema marroquí; el pacifismo en esta misma Academia en 1925, y el bello ensayo titulado La crisis de las ideas en los fundamentos del ejército, de 1919, de los que hizo alarde en su paso por el Ministerio de la Guerra y después como Presidente de la República.
Es la actividad profesional, intensa y exitosa, la que proporcionó a Alcalá Zamora su independencia política y hacer un patrimonio que los envidiosos no dejaron de criticar y en último término de confiscar. Fue, en suma, lo que cada vez se echa más de menos, un político con oficio y beneficio, capaz de tener una política y no de necesitar vivir de la política.
Alcalá Zamora compatibilizó esta brillante carrera con las tareas académicas. Abandonada una primera vocación universitaria cultivada en la cátedra de Rafael Ureña de Historia de la literatura jurídica sin dejar nunca de profundizar en los temas jurídicos que le ofrecía la actualidad política y la practica forense. La colaboración con Ureña junto con la ya mencionada tesis doctoral rebela una vocación historicista después explayada en sus reflexiones sobre las Leyes de Indias de 1934 y 1944 tan encomiadas por el historiador peruano Ugarte del Pi. Es importante subrayar que nuestro biografiado hace tanto en la primera versión de Las Reflexiones como en su segunda versión un alarde de hispanofilia y de tradicionalismo filoaustriaco que podía haber firmado sin problema alguno Vázquez de Mella. Tras una importante colaboración en los comentarios al Código Civil dirigidos por Manresa fijó su atención en cuestiones administrativas, procesales y aun penales, como muestran una amplia bibliografía de la que aquí me limito a citar algunas de sus principales piezas sin abandonar nunca las cuestiones transversales y dando a todas sus investigaciones un perfil político cada vez mayor. Sirva de ejemplo la Recopilación de Estudios Civiles, Procesales, Administrativos editados al final de su vida en Buenos Aires. Ello le llevó a la Academia de Legislación y Jurisprudencia en 1916 donde como Presidente tuvo importantes intervenciones (la lucha por la impunidad, repercusión de la Constitución fuera del Derecho Público) Después, en 1920, en esta misma Academia con un discurso de ingreso sobre La Jurisprudencia en la vida del Derecho. Y tras superar los vetos de Primo de Rivera, a ingresar en 1931 en la Real Academia Española con un discurso Los problemas del derecho como materia teatral.
Este discurso es el punto de conexión sino cronológico si lógico con el humanismo que caracteriza la personalidad de don Niceto y que responde a raíces familiares. Hablaba bien francés, como era el caso de su padre y abuelo y leía con facilidad el italiano. Era desde la infancia aficionado a la literatura. Sin llegar al aristocracismo de Dato, cultivó a su llegada a Madrid el gran mundo social e intelectual y allí se dedicó a su vocación literaria de la que sus obras postreras en prensa argentina y aún póstumas dan sobrado testimonio.
La lengua fue su principal instrumento de trabajo y a ella dedicó especial atención hasta el punto de publicar un Diccionario de Galicismos en 1945, poniendo al día el de Rafael María Baralt de 1855, en su día prologado por Eugenio Hartzenburch, y el mismo año una Gramática de la Lengua española. Pasaba por uno de los mejores oradores de nuestra historia parlamentaria y dedicó en 1946 un libro a La Oratoria española: figuras y rasgos.
La vocación política no garantiza el éxito del político ni es el éxito su único aval y así parece confirmarlo la experiencia de los políticos españoles más afamados de su tiempo desde Maura a Gil Robles y de otros posteriores. El político de verdad, el que no pretende el poder como el carguista el cargo quiere realizar su proyecto que con mucho trasciende a su persona. Para ello está dispuesto a gobernar o a asesorar al gobernante o incluso a dejarlo sin más gobernar, y, más aún, a renunciar al poder si con eso no perjudica a sus propias ideas.
Tal fue el caso de don Niceto siempre respetado como orador parlamentario, ministro de la Corona y dirigente republicano pero al que nunca le hicieron caso. Nunca prosperaron sus tesis principales sobre la reforma administrativa, la reforma militar o las relaciones con la Iglesia.
Nuestro Presidente de Honor, el Profesor Velarde, publicó en los Anales de esta propia Casa una análisis de la crítica certera y sin éxito que realizó Alcalá-Zamora a los mitos económicos de la II República, fundamentalmente el mito del reparto que dio lugar a la desafortunada reforma agraria, el del pan barato, el del presupuesto destinado simplemente a mantener la cotización de la peseta y a la creencia en la bonanza de una divisa supervalorada.
Uno de sus últimos libros Los defectos de la Constitución española de 1931 señala la gravedad de una Jefatura del Estado inerme, algo que no era del todo cierto en aquel caso y don Niceto hubiera hecho mejor en potenciar la magistratura que en quejarse de su aislamiento. Pretendió a imitación del francés Thiers estabilizar la República, pero no fue más allá de Poincaré, ya Presidente, en su oposición a Clemenceau Jefe del Gobierno. La pauta francesa vuelve a salir al paso y la destitución del Presidente por las Cortes frentepopulistas de 1936 repite la dimisión de McMahon en 1879.
Los críticos de don Niceto han insistido en que su afición a lo que en tiempo de la monarquía se llamaron “crisis orientales” por gestarse en el Palacio de Oriente, reiteración del llamado por Ortega “inmoderado ejercicio del poder moderador”. Pero una historia comparada del derecho constitucional como la que modestamente vengo propugnando desde esta misma Academia y aun en otros foros permite revalorar la figura y función de don Niceto porque el parlamentarismo calificado de auténtico por Duguit en 1903 y Redslob en 1918 reiniciado en la propia constitución de Weimar y que ha culminado en lo que Duverger y Colliard calificaron de semipresidencialismo que tanta fortuna ha tenido en la recientes constituciones europeas y extraeuropeas fortalece en la práctica las funciones del Jefe del Estado tanto, monárquico como republicano, que don Niceto reclamara en su citado libro sobre los defectos de la Constitución española de 1931.
La pandemia será el comienzo de un mundo más inteligente, justo, en paz, solidario y dinámico.
Publicado en Nuova Antologia, vol. 625 (Luglio-Settembre 2020)
Artículo publicado en Anales de la Cátedra Francisco Suárez, vol, 59 (2019), p. 209-242
Texto de la conferencia leída en el Instituto de España el 1 de junio de 2016 en el marco de las "Jornadas Cervantinas. Conmemoración del IV Centenario de la muerte de Cervantes".
Cataluña y el artículo 155 de la Constitución
No es que esté desnudo, es que cada vez lo está más. El viejo cuento del traje nuevo del emperador, tan versionado desde el Infante D. Juan Manuel a Cervantes o Andersen, con el que se caricaturiza en muchas tradiciones el contraste entre la verdad de los inocentes y la interesada mentira de quienes temen al poder por esperar sus beneficios, puede servir de imagen interpretativa para diagnosticar una buena parte de nuestro tiempo. No solo los aduladores se apresuran con sus saludos, antes de que venza cada legislatura, como hacían antaño los pordioseros a la puerta de la iglesia; también los asesores, secretarios, intermediarios de élite, ejecutivos globales y expertos escrutan su perfil ante las cámaras o en la letra negra de las noticias tras estrechar la mano del poder, cuidan que sus consejos no contraríen a quien les puede retirar el encargo, vigilan la talla de su propio tamaño, el gesto de su imagen en el espejo de Narciso que llevan puesto y, con un mohín competitivo, concluyen satisfechos con el balance: “todavía hay clases y estamos donde nos corresponde”.
Están cerca del poder pero a distancia del problema en el que se supone son expertos para, de ese modo, no perder la frialdad requerida ante el olor acre y dulzón de la pobreza, ante la brutalidad del desahucio, la indignidad de la estafa o el desamparo de la irregularidad y la enfermedad. Esos personajes encarnan aquella figura que Ortega calificaba de “prototipo del hombre-masa”[1], “hermético y satisfecho dentro de su limitación”[2], marcado por “esa condición de 'no escuchar' […] que […] llega al colmo precisamente en estos hombres parcialmente cualificados. Ellos simbolizan […] el imperio actual de las masas, y su barbarie es la causa más inmediata de la desmoralización europea”[3]. Pero se trata de una forma peculiar de no escuchar. Ortega ya reconoció, mucho antes de la existencia de Internet, la cualidad de “gigantesco hecho” que tenían “los nuevos medios de comunicación […que] han aproximado los pueblos y unificado la vida en el planeta”[4]. Sin duda, así logramos más información, pero –como ya se daba cuenta Ortega– “esa información tan copiosa se compone de datos externos, sin fina perspectiva, entre los cuales se escapa lo más auténticamente real de la realidad”[5]. Nunca ha sido fácil regir o gobernar, pero tampoco es inteligente intentarlo sin escuchar ni buscar la razón en el seno de la crítica, o empecinándose en mantener la imagen frente al espejo del propio círculo.
Como en el cuento, sigue siendo sorprendente que el miedo y la falsedad resulten tan eficaces y todos, salvo los inocentes, convengan en dar por válida la mentira que conocen, con tal que la sutil tela de una educada apariencia cubra la desnudez de la verdad. De la cuna al cargo, se va tejiendo el traje con los fieles hilos de la amistad y los legales de las normas, de gran solidez a pesar de su invisible transparencia. Sin duda, no hay juego sin reglas. Pero no todos tienen las mismas cartas, ni estas se han repartido al azar y desde una posición de igual oportunidad. “¡No hay derecho!”, gritan, cuando no hay justicia, aunque haya reglas y normas. “No somos omnipotentes”, responden, “no podemos cambiar toda la historia, ni el reparto de las cruces. Que cada palo aguante su vela”...
Pero las normas y las reglas se hacen, unos las hacen más que otros, y esos más que las fabrican tendrán que escuchar la desesperación de los innovadores para no quedarse con todas las cartas pero sin jugadores. Los solitarios son muy aburridos, y el espejo de Narciso solo devuelve la propia imagen. Ese cierre con la imagen acostumbrada del propio grupo crea la fractura y la sordera que Ortega veía en el especialista hombre-masa, fractura que se suma a la que separa al inocente y a los sastres de todo emperador. El estilizado mundo de la profesionalidad y eficacia –premiada con bonus e incentivos– anclado en un éxito incólume ante el fracaso que provoca al otro lado de la cuenta de resultados, salvaguarda esa fe que no se reconoce como tal frente a los hechos de la crisis que se empeña en durar. Al mirarse unos actores en el espejo de los otros con quienes compiten, la imagen normativa del buen profesional, del líder político o del intelectual, refuerza dicha fe y les confirma la bondad del mundo que cierra su conducta como una realidad sancionada e incuestionable, ciega ante otros mundos. Lo podemos observar en las conversaciones y preguntas usuales, en un sinfín de pautas, términos, usos, claves comunes y estilo cognitivo, que legitiman inferencias automatizadas en la vida cotidiana y acogen, como matriz formadora, el flujo ordinario de las decisiones en el seno de esos grupos cuya interacción refuerza su propia microcultura lejos de la calle, en los vuelos y despachos a gran altura. En el seno de un tal ambiente microcultural se llega incluso a acallar las voces críticas. Sus graves consecuencias nos hacen ver que, dado el tamaño del mercado, no podemos relegar las claves microculturales como si solo fuesen variables exógenas en cualquier modelo explicativo.
Antes se dijo: “¡estúpido, es la Economía!”, pero ahora habría que matizar que se trata de la Economía real y no del traje financiero, se trata de la calidad de la vida y no de la cantidad del consumo –como nos recuerda Z. Bauman– de la verdad de lo que decimos y no de su apariencia formal. Y sobre todo se trata de lo que hacemos, de la voluntad, de poner manos a la obra, de intentarlo, de arriesgarse, de construir algo bueno y verdadero, de innovar invirtiendo en algo que satisfaga –no que cree– necesidades reales, lejos de la alquimia financiera (¿qué pasa con el grafeno, con las fotocopiadoras 3D, con las células-madre, con las energías renovables, con la agricultura ecológica, con la excelencia industrial, con los puestos de trabajo o con el amor al trabajo bien hecho? ¿dónde están los emprendedores que efectivamente se arriesguen a crear bienes y trabajo con todo eso?).
No es fácil salir del propio mundo porque no reconocemos ese sutil límite hecho de costumbre que delimita la esfera del partido, de la profesión, del ambiente académico, de los despachos, juntas, consejos y reuniones y que acaba vistiendo nuestra desnudez con un traje de burbuja, como si cada cual fuese emperador de su propio pequeño mundo. Minusvaloramos en exceso la disparidad de estilos que cierran cada universo en su propia coherencia con la fuerza de una microcultura, pues en ella queda atada la experiencia por un estrecho impermeable de interacciones sociales muy concretas, limitadas y repetitivas en su ambiente. Buena parte del despilfarro proviene de ese cierre ensimismado de quienes cuentan como costumbre con un nivel económico que para su estilo de vida es absolutamente normal, bien sea en forma de consumo privado, de dietas por asistencia a consejos de empresas o de organismos públicos, por gastos protocolarios o de viaje considerados propios de la imagen social que sustentan, sin sopesar a cambio su rendimiento, su creación de riqueza o su aportación social.
Aun siendo tan sastres y cómplices, emperadores de mundos tan pequeños como los sordos hombres-masa que Ortega denunciaba en los años treinta, y nadie esté legitimado para arrojar la primera piedra, con todo, en algún momento se habrá de escuchar la voz de la inocencia que alerta de tan desnuda mentira. Solo alborea como esperanza el clamor de las clases subalternas y su indignación impotente ante la pornográfica exposición de tan injusta ceguera. Al menos no aplaudamos ante el strip-tease del emperador, sino el esfuerzo y riesgo de los innovadores.
[1] Ortega y Gasset, J.1967 (1931): La rebelión de las masas. Barcelona, Círculo de Lectores, p. 133.
[2] Ibid. p. 136.
[3] Ibid. pp. 136-137.
[4] Ibid. p. 242.
[5] Ibid. p. 248.
Durante mi vida profesional activa traté de cumplir las órdenes que recibía, con buen acierto cuándo las entendía bien , y en un nivel más bajo cuándo no llegaba a comprender el contenido ni el por qué del mandato, sin que el menor rendimiento pudiera achacarse a falta de disciplina. Y lo mismo puedo aplicar a las órdenes que de mí emanaron. Me esforcé por dictarlas de forma clara y directa , especialmente cuando tenía certeza de que no iban a gozar del aplauso popular. Y me fue bien. Parto de la base de que para conseguir el cumplimiento de misiones duras, que conllevan sacrificios, quienes las reciben deben tener inculcados ideales sólidos, y ser informados con claridad de lo que en cada paso se pretende alcanzar y la forma de hacerlo, sin que ello menoscabe la autoridad de quien las manda. Y hoy nuestra sociedad necesita ser motivada por ideales superiores a la simple consecución del estado del bienestar, y el pueblo español merece explicaciones directas y claras. ?
Ante la grave crisis que enfrentamos, los españoles recibimos desde el más alto escalón una orden clara: “Todos tenemos que arrimar el hombro” lo que, a los que estamos ya fuera de la parcela concreta donde hemos desarrollado nuestra actividad, nos plantea el incomodo problema de PENSAR como dar respuesta a aquella afortunada frase de Kennedy: “No preguntes que puede hacer la Nación por ti, sino qué puedes hacer tú por tu Patria.”
Mi conciencia empieza a acusarme de haber adoptado una pobre actitud en estos momentos de incertidumbre: No involucrarme en la solución de los problemas, con el riesgo de equivocarme, y limitarme a ser el sujeto pasivo que contempla como se derrumba el edificio que con tanto esfuerzo se levantó, criticando, a toro pasado, a los actores activos.
Todos ejercemos una cierta influencia en la esfera social en la que nos movemos, bien liderando el desarrollo de una idea o impulsando a otro, a quien consideramos más capaz, a que lo haga. Expondré sólo 3 de los muchos proyectos que quiero apoyar:
1ª.- La Reactivación de Valores, que no los creo perdidos pero sí adormecidos por el permanente ataque del nihilismo, relativismo, laicismo (que no la laicidad positiva) y un largo etc. de “ismos”, ante los que hay poca valentía en proclamar que siguen vigentes los principios del Humanismo Cristiano (no encuentro otros mejores) concordantes con la Ley Natural y recogidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. He percibido en distintos coloquios de análisis de nuestra actual crisis, como queda en segundo plano la regeneración de valores, para volcarse en la reestructuración de los sistemas económico y financiero, con severas críticas a las medidas adoptadas.
Y siendo estos temas de capital importancia, creo que sin la reactivación de valores, que nos conducen también a una verdadera regeneración democrática, todo se viene abajo. Sin recuperar el valor de la solidaridad, uno de los dos pilares de nuestra Constitución (Artº 2), es difícil aceptar sacrificios a nivel autonómico, provincial o individual. Recordemos las valientes e incómodas palabras del Papa Juan XXIII al referirse a la verdadera solidaridad ligada al amor: No se trata sólo de desprenderse de lo superfluo, sino también de parte de lo que juzgamos necesario. ¿Estamos dispuestos a ello?
Potenciando el sentido del honor junto al culto a la verdad, se evitarían tantos malos ejemplos que nos dan al pueblo llano, que contemplamos ya impasibles, como nuestros representantes se insultan públicamente, tildándose de mentirosos o vertiendo graves acusaciones, sin pruebas concretas, contra la honestidad de personas que quedan ya tocadas de por vida. ¿Como pedir sacrificios a quienes sobreviven con esfuerzo, si los niveles superiores no dan muestras continuas de austeridad, si mucho se habla de derechos y muy poco de deberes? Todo sonará a falso si no se predica con ejemplaridad y no se practica la virtud de la mutua lealtad.
2ª .- Fortalecer la Unidad de España, indispensable para que pueda progresar la creación de la Europa a la que pertenecemos. Hace 60 años presté solemne y público juramento, nunca cancelado, de defender esta Unidad, y como español que se siente orgulloso de serlo, he asumido la Historia de mi Patria bimilenaria, con sus glorias y fracasos, lo que me ha llevado a guardar un enorme respeto a nuestro pueblo que siempre ha respondido con generosidad y valentía, cuando se le ha sabido presentar ideales por los que merece la pena todo sacrificio y esfuerzo. Un pueblo al que en demasiadas ocasiones se le ha llevado al desastre cuando en sus dirigentes han predominado los egoísmos, la corrupción y los intereses partidistas. La recuperación siempre dejó en el camino heridas profundas que cuesta cicatrizar y que hay que cuidar que no se reabran. ¿Lo estamos haciendo?
No ha salido bien el desarrollo del Estado de las Autonomías, que se ha descontrolado. Pienso que se puede rectificar conservando las raíces de lo que en el 78 se presentó como un proyecto atractivo, si hay valor para entrar de lleno en los males que le acosan, reestructurando la fragmentación del Estado, recuperando el Gobierno central competencias que nunca debió ceder, y plantando cara a los nacionalismos excluyentes que empezaron presentando el falso argumento de la España como nación de naciones, para pasar ya a pedir la separación total, basándose en falsos referendos que ignoran que la soberanía reside en el pueblo español (art º 1), en todo él y no sólo en una de sus partes, la rotundidad y claridad del artº 2 sobre la indisoluble unidad de nuestra Patria, y las disposiciones constitucionales que impiden cualquier segregación por la puerta de atrás.
3ª.- Combatir el derrotismo que nos ahoga y derrumba nuestra autoestima. ¿Se le puede vencer? Sinceramente, sí. Conocemos bien las causas de la crisis, tenemos sabios economistas y sociólogos y están diseñadas las rutas a seguir, siempre mejorables, con las duras medidas que nos pide Europa, pero nos falta aplicar dos viejos principios del arte de la guerra (la crisis es una batalla que hay que ganar): La “Acción de Conjunto” (concurrencia de esfuerzos), y la “Voluntad de vencer”, unida a la “Fe en la Victoria”. Así lo hicieron en situaciones extremas por ejemplo el vizcaíno Diego López de Haro capitaneando las vanguardias de los ejércitos castellanos, aragoneses y navarros en Las Navas de Tolosa (1212), o el barcelonés Luis de Requeséns contribuyendo decisivamente en la victoria de Lepanto (1571), o el guipuzcoano Blas de Lezo (1741) en su heroica participación en la derrota de la imponente flota del orgulloso Almirante inglés Edward Vernon en Cartagena de Indias, o todas las regiones de España unidas con derroche de patriotismo en la lucha contra el invasor francés.
Factor común en todos los casos: Unión y apoyo leal al que ejerce el mando, lo que incluye la crítica constructiva. Así lo hacen permanentemente nuestras Fuerzas Armadas que siguen sólidas y en su sitio, así lo hicieron los alemanes en 2005 uniéndose la sociedad con sus grandes partidos políticos para acometer las reformas estructurales necesarias para sacar a Alemania adelante, y así podríamos hacerlo nosotros. Nos iría bien.
El propósito de este artículo es mostrar el sorprendente poder formativo que alberga la experiencia musical cuando la vivimos de forma creativa, como un modo de encuentro con las obras, los autores, los estilos, las épocas... La contemplación estética adquiere, así, el valor de una re-creación, un recuerdo vivo de las obras y de los estilos que ellas reflejan. Toda interpretación auténtica es una verdadera creación de la obra, no una mera repetición; es un recuerdo, en el sentido original de retorno a la existencia. “Recordar es vivir”, escribió certeramente Miguel de Unamuno. El verbo “recordar” procede del sustantivo latino “cor, cordis” (corazón). Recordar es pasar por el corazón, tener la corazonada de traer algo nuevamente a la existencia. No sin razón, los franceses y los ingleses interpretan el saber de memoria como un saber cordial (“par coeur”, “by heart).
Por fortuna, en la actualidad se cultiva profusamente la música. En los centros escolares se dedica creciente atención al aprendizaje musical. Las instituciones públicas incrementan de día en día las posibilidades de asistir a conciertos de alta calidad. En numerosas autonomías se han creado orquestas y coros que nos sorprenden a menudo por su perfección técnica. Pero, de ordinario, apenas se repara en algo decisivo para nuestro desarrollo como personas: el poder formativo que alberga el arte musical. Con frecuencia se lo reduce a un fabuloso medio de diversión, de halago sensorial y psicológico, de refinamiento del gusto. No debe ignorarse que, además de eso y en un nivel superior, la experiencia musical puede contribuir eficazmente a nuestro crecimiento y maduración como personas.
En fila india, los miembros de una pequeña tribu del Alto Volta se alejan de su aldea para mejorar su suerte. Caminan, exhaustos, sobre una tierra resquebrajada por la sequía. De repente, el jefe empieza a musitar una melodía en una flauta de fabricación casera. Con ello, el abatimiento se convierte en buen ánimo, y todos prosiguen la marcha con renovado brío.
En la película La misión, un misionero se adentra en la espesura de un bosque. Al llegar a un claro, saca de su funda un oboe y toca una melodía. Súbitamente, de la profundidad de la selva salen grupos de hombres armados con lanzas. Pero no vienen en son de guerra, sino gozosos, pues el hechizo de la música los ha cautivado y ven al misionero como un portavoz de la belleza y un heraldo de alegría y de paz. Esta obra tiene como protagonista singular la música, vista como medio privilegiado de comunicación entre los hombres.
Beethoven afirma en su testamento de Heiligenstadt que, gracias a la virtud y el amor a su arte musical, no recurrió al suicidio como salida a la desesperación[1]. ¿Qué enigmático valor tiene el arte para elevar el ánimo de esa forma tan eficiente?
La película El camino al paraíso nos muestra a un grupo de mujeres sensibles que, en el horror de un campo de concentración, formaron un coro. Un día, a punto de iniciar un concierto, los guardianes son alertados y acuden precipitadamente a la carpa en que se hallan las mujeres y sus compañeras de infortunio. Se teme una represión brutal. Pero, justo en el momento de irrumpir en la improvisada sala, suena el primer acorde del Adagio de la Sinfonía del nuevo mundo, de Antolin Dvorak. El encanto de la armonía retuvo a los guardianes y los adentró en un mundo de belleza polarmente opuesto a la sordidez extrema de la vida carcelaria. Sobrecoge advertir que la aparición de lo bello en estado puro pueda transformar la actitud de personas de corazón al parecer endurecido.
¿De dónde arranca este poder transfigurador de la música? Del poder que tiene para elevarnos al nivel de la creatividad. En la soledad del campo, un pastor construye una flauta y llena sus horas tocando sencillas melodías. No pocos piensan que esta simple actividad musical se reduce a pura distracción. Vista con hondura, la música distrae porque es un juego creador. Al serlo, supera inmensamente el carácter de mero pasatiempo.
[1] Una traducción completa de este Testamento puede verse en mi obra Poder formativo de la música. Estética musical. Rivera editores, Valencia 2010, 2ª ed., págs. 300-302.
Podemos tomar el mapa de Madrid y buscar como podemos ir a la Real Academia desde el punto en el que situemos el inicio del trayecto. Pero, si queremos llegar, tendremos que movernos en el espacio real y consumir tiempo y energías para lograrlo. No es lo mismo el mapa que el territorio. Solo los niños ponen el mapa en el suelo y caminan sobre él como en un juego. Esto, que es tan obvio, lo olvidamos y confundimos con frecuencia ambos términos. El dislate no tendría mayor importancia si solo fuese un juego de niños. Y cierto es que la vida tiene un lado lúdico que solo la inocencia y la sabiduría comparten, pero más acá o allá de tan benditos extremos, no parece sensato jugar con las cosas de comer, sobre todo cuando hay tanta hambre, y siempre la hay de todo cuanto es bueno para el hombre, que no solo de pan vive. Por eso preocupa observar en medio de una crisis tan extensa como la que sufrimos, que ambas cosas se confundan, tanto en el ámbito del diagnóstico como en el de la proposición de medidas económicas y políticas para superarla.
Mirar mapas o construir símbolos y representar cuantos extremos de la vida valoramos es, sin duda, una acción racional y muy útil en la que todos estamos interesados. Ocurre que no todos partimos del mismo punto en el territorio, aunque a grandes rasgos se desee realizar un camino de características similares para alcanzar un punto de llegada parecido. Según la distancia entre partida y llegada cambia la escala para que el tamaño del mapa quepa en el campo visual de nuestras posibilidades. Hay, obviamente, mapas de muchos tipos según el propósito de la cartografía, según la valoración de cuanto cabe esperar que irrumpa en el trayecto, según las metas de los viajeros, sus necesidades, deseos y posibilidades. Al comparar distintos mapas de un mismo territorio destacan las diferencias en símbolos y trayectos, pues todo cuanto en ellos se categoriza responde a la dispar valoración de lo que estima relevante en el territorio quien elaboró el mapa. Categorizar territorios y construir mapas no es una tarea tan neutra como pudiera pensarse. No hay cartografía independiente de valoraciones ni valoraciones universales independientes del tiempo. No es que todo sea relativo, sino que todo es concreto. Lo universal nos sirve como mapa para alcanzar los propósitos que no tenemos más remedio que encarar al vivir en el territorio.
Hace muchos años que expertos economistas han probado con acierto que nuestra economía es poco competitiva dada su pequeña productividad, y ésta, a su vez, falla en gran medida por la debilidad de la educación de los actores, su escasa creatividad e innovación. Este encadenamiento negativo de condiciones se ha señalado repetidas veces y sigue siendo necesario insistir en el diagnóstico. Es más, con precisión se ha destacado que el lastre educativo no pesa solo por una carencia de conocimientos sino, más bien, por su calidad y, más que debido a los contenidos, la razón estriba en la ausencia de valores adecuados y en no haber adquirido habilidades y destrezas necesarias. La mala productividad no solo afecta, pues, a nuestras empresas, sino también a los servicios educativos, desde la guardería a la universidad. Hay, sin duda, que mejorarla. Pero ¿cómo apreciamos cada merma y cada logro? ¿cómo hacemos el mapa para recorrer bien el trayecto sobre territorio y tiempo reales?.
Si manteniendo la producción reducimos el empleo, o si disminuimos el Coste Laboral Unitario por reducir los salarios, automáticamente mejorarán los indicadores de productividad. También mejorarán los indicadores de gasto (¿por qué no inversión?) educativo si escolarizamos más alumnos por profesor o si terminan más alumnos sus estudios gastando menos recursos. Ocurre como en las empresas: Si logramos el mismo producto con menos coste, habremos mejorado la eficiencia económica... ¿Seguro?.
¿No volvemos a confundir mapa y territorio, el indicador con la cosa cuya estimación pretendemos expresar? Siempre pensé que la eficiencia productiva era una cualidad del proceso productivo en su conjunto y que los indicadores son tasas, proporciones entre cantidades con las que quien mide cree que así se acerca a la cualidad que pretende explicitar de un modo más manejable. Somos tantos y tan diferentes que, si no acordamos índices cuantitativos homologados será difícil que nos entendamos. Pero eso no es sino un fruto de valorar la comodidad de la comunicación y de rendirse antes de ahondar en las causas de los fenómenos; es fruto de la prisa en plasmar sobre el papel resultados que pueden compartirse entre los profesionales, que así acaban acostumbrándose a trabajar con índices como si trabajasen con la realidad. A ella se acercan solo mediante la distancia detectora de los indicadores, y si bien toda distancia ayuda a verlos con frialdad y a percibir mejor su forma, dificulta no obstante la comprensión de la densidad real del problema. Se piensa que otra forma de medir es inviable para la escala tan enorme en la que se mueve una economía y una política que se escapan del corto horizonte de las personas reales y, sin embargo, el estudio cualitativo de casos ayudaría.
También las administraciones públicas, y no solo por la educación, tendrán que mejorar su eficiencia. Y a ello se han aplicado nuestros gobernantes con la mejor de sus intenciones. Cálculos, cifras, proporciones, horario laboral, que todo quede bien explicitado sobre el papel para facilitar su prueba ante las instituciones nacionales e internacionales, para poder tomar decisiones sobre índices concretos, y siempre con la misma obsesión por reducir costes con el fin de mejorar resultados contables. No negaré que muchas reducciones eran necesarias, sobre todo ante el enorme despilfarro en corrupción que a todos nos tiene indignados. Pero ¿no es la productividad de los servicios una cualidad, no una cantidad ni una proporción entre cantidades? ¿No caben otras medidas aunque no sean cuantificables? ¿Cuánto tiempo se pierde en la repetición de trámites por la información dispar según oficinas de un mismo servicio, por la falta de exhaustividad en todas ellas, por la mala calidad de los programas informáticos con los que se comunican entre sí y con los usuarios de la administración? ¿Cuántas energías se pierden por la rígida homogeneidad de las normas ante la disparidad de casos concretos? ¿Quién ha estudiado la circulación interna de los documentos? ¿Por qué se repiten las peticiones de informes y copias en vez de acudir a un banco de datos que agilice todo? Todo esto obedece a la carencia de habilidades y destrezas, a la valoración del quantum frente a los qualia, de la comunicación del mapa explícito frente al territorio analógico de la vida. No propongo solo mejorar los índices detectores sino reconocer en ellos el peso invisible de una concepción cultural de las cosas. Por eso creo que los valores sí que influyen en la economía.
El aborto y el Tribunal Constitucional
Abundan las lamentaciones sobre la decadencia de valores en Occidente y sobre el efecto que tal decadencia haya podido tener sobre el progreso económico. Tales lamentaciones se inscriben en una larga tradición profética que atribuye la decadencia social a los vicios personales de gobernantes y ciudadanos. En el caso del capitalismo, la crítica va más a fondo: se dice que el consumismo fomentado por la abundancia de bienes que la economía libre produce socava las propias virtudes de laboriosidad, ahorro y seriedad sobre las que se basó en su origen.
Afirmaciones tan genéricas son difíciles de probar y refutar. En estos casos es mejor ir a lo concreto. La crisis económica que viene durando desde 2007 la explican moralistas y predicadores por el materialismo, la codicia, el egoísmo, la falta de amor, la decadencia de las costumbres, el olvido de los valores. Sin duda son justificadas tales acusaciones. Sin embargo, si a lo largo de los siglos han podido observarse repetidas crisis financieras y económicas de características semejantes a la actual, entonces esos moralistas deberían postular que a lo largo de épocas anteriores también concurrieron vicios semejantes. Si además se diera el caso de que son ya ocho o más los siglos de crisis financieras que viene padeciendo la Humanidad, entonces los tales vicios de comportamiento quizá pueda decirse que son consubstanciales de la naturaleza humana.
Tal es lo que parece poder deducirse de los trabajos de los economistas Carmen Reinhart y Ken Rogoff, en especial de un libro que publicaron en 2004 y que ha hecho fortuna: Esta vez es distinto. Una visión panorámica de ocho siglos de crisis financieras. (Princeton). En vez de tomar nada de ese libro, que se está traduciendo al español y cuya lectura recomiendo vivamente, me contentaré con reproducir ahora un gráfico de otro y más reciente trabajo de estos mismo autores, titulado "From financial crash to debe crisis" (American Economic Review, agosto de 2011). Sobre la base de las estadísticas de 70 países de los años de 1800 a 2010, el gráfico recoge las recurrentes crisis de dos siglos. Parece que la Humanidad lleva algún tiempo siendo materialista, codiciosa, egoísta, falta de amor, decadente en sus costumbres y olvidada de los valores.
Enero 2012.- La innovación es, para la Economía, la consecuencia del “cambio técnico”. Un cambio que ocurre cuando se aprovecha un aumento de conocimiento para obtener mayor valor de la producción mediante una mejor combinación de los factores capital y trabajo. Fue el premio Nobel de Economía Robert Solow, quien en 1956 evidenció que el crecimiento de la economía de Estados Unidos, en los cien años anteriores, se debió nada menos en un 80% al “cambio técnico”. Y en 1966, el también premio Nobel Simon Kuznets, decía que “la característica distintiva de las sociedades desarrolladas modernas es su éxito en aplicar el conocimiento sistematizado a la esfera económica”, lo que lleva al crecimiento sistemático de la “productividad total de los factores”. Ahora, después de cuatro años de crisis, es imperativo preguntarnos qué estamos haciendo, y qué deberemos hacer en España, para que esta situación sea también una característica de nuestro país.
La Historia da fe de que lo hecho en el pasado en nuestro país a este respecto ha sido muy poco, incluso en fechas relativamente cercanas. El mejor indicador disponible para calibrar esta cuestión y, también para hacer comparaciones internacionales, es el gasto total en I+D. En 1964, primer año de estadísticas oficiales, este gasto equivalía en España al 0,10% del PIB, y veintiún años más tarde, cuando estaba a punto de publicarse la Ley de la Ciencia, todavía no superaba el 0,5% del PIB, cuando la Unión Europea de los quince ya invertía el 1,86%.
Esta realidad histórica pesa todavía mucho en nuestra cultura, y esa es la razón de que haya pasado inadvertida para la sociedad española la gran transformación experimentada en las dos últimas décadas, cuando la dedicación española a la I+D empezó a crecer a ritmos más que notables. Porque desde 1994, y hasta la llegada de la crisis, las tasas anuales de crecimiento fueron siempre superiores al 10%, y las del esfuerzo empresarial llegaron algún año al 20%. De tal manera que, en 2008, el gasto total era ya de 14.700M€, alcanzando el 1,39 del PIB de aquel año. Un crecimiento muy importante, pero que nos coloca en un nivel que es menos de la mitad de las imprescindibles para conseguir la competitividad de una economía como la nuestra.
No hay dudas de que el límite que hemos venido teniendo en este crecimiento, ha sido debido a la estructura de nuestro tejido productivo, que sigue siendo notablemente anacrónica para el mundo en que vivimos. Anacrónica porque, como es sabido, nuestro tejido integra muy pocas empresas grandes y, además, se caracteriza por un excesivo peso de sectores que generan poco valor añadido. Y las razones “últimas” que justifican esa realidad, hay que buscarlas en las mismas características de nuestra sociedad. Es decir, en el hecho de que nuestra preocupación por hacer del conocimiento una fuente de riqueza y bienestar, que eso es la innovación, ha estado en España lejos de las aulas, lejos del legislador, del administrador público y, en general, lejos de nuestra sociedad. Casi podría decirse que ha sido ignorada.
A esta situación ha ayudado, y mucho, nuestro sistema educativo, en el que tradicionalmente ha primado la transmisión de conocimientos, frente al fomento de las habilidades, que son las que permiten su aplicación para crear valor. Unas habilidades estas, absolutamente necesarias para que existan más emprendedores que capten las oportunidades de negocio que les brinda su conocimiento. Para que los empresarios sepan utilizar ese conocimiento. Para promover e instrumentar cambios innovadores y necesarios, para que la investigación española ponga más énfasis en la aplicabilidad de sus resultados. Y para que los trabajadores sean capaces de aplicar en sus puestos de trabajo los conocimientos adquiridos.
Pese a esta realidad, no podemos olvidar que durante la pasada década se fue produciendo, poco a poco, una cierta capacidad para crear y utilizar conocimiento con fines económicos. También para diseñar y gestionar la política de innovación en algunas empresas y en algunos centros públicos de investigación. Y ello es lo que nos ha permitido crear un verdadero “sistema de innovación”. Ciertamente pequeño, porque sus empresas son todavía pocas. Y, desde luego, se encuentran muy lejos del tamaño que sería necesario para que sean el motor de competitividad que nuestra economía necesita. De un total de millón y medio de empresas con empleados en nuestro país, no tenemos más que unas quince mil empresas sólidamente innovadoras, ni más de un millar de grupos de la investigación pública, que puedan colaborar con ellas, cuando es fácil demostrar que, en nuestro caso, serían necesarias más de cuarenta mil. Pese a ello, es una realidad que este pequeño sistema de innovación funciona razonablemente bien, y es una realidad que, aún en estos momentos de dura crisis, esos empresarios innovadores siguen manteniendo el gasto corriente en I+D de sus empresas. Sin duda, porque ya consideran la actividad innovadora imprescindible para su negocio. Sí han reducido, y de forma considerable, sus inversiones para mejorar su capacidad de I+D, que son las que garantizan una mayor competitividad futura. Por otra parte, no hay que olvidar que, entre 2008 y 2010, una de cada tres empresas entre 10 y 49 empleados que tenían actividad de I+D interna, la han abandonado.
A partir de esa realidad, lo que cada vez está más claro es que, en estos momentos de gran incertidumbre sobre el final de la actual crisis, no podemos seguir dejando caer nuestra incipiente capacidad de innovación, porque cuando esa crisis será superada, será “la única” base sobre la que vamos a poder construir una economía capaz de competir en el nuevo escenario mundial. Es por ello absolutamente necesario mantener y promover a toda costa la capacidad de innovación de nuestros sectores tradicionales. Unos sectores que, por otra parte, y en estas difíciles circunstancias, están jugando un magnífico papel internacional, sólo justificado por su oferta innovadora. Porque hoy en su mayoría son pymes. Y cuando crezcan serán la mayor fuente de empleo y de productividad. Tampoco podemos abandonar a los investigadores españoles, que ya están contribuyendo a la ciencia mundial, y que cada día están más cerca de la empresa. Y desde luego, es claro que no podemos renunciar a formas más atrevidas de fomento de la innovación, porque nuestros empresarios han demostrado ser capaces de aceptar los compromisos que los nuevos instrumentos les han exigido. En todo caso, lo que no podemos olvidar que nos estamos jugando el futuro a la carta de la innovación. Recordemos a Robert Solow y a Simon Kuznets.
Diciembre 2011.- La crisis de valores que caracteriza nuestra sociedad posmoderna requiere una atención especial, tanto desde el punto de vista histórico y sociológico, como jurídico y ético.
Los valores deben fundarse en principios y acrisolarse socialmente en forma de virtudes ciudadanas; de lo contrario, cuando solo se sustentan en meras convenciones sociales, ellos mismos se “devalúan”, se pervierten y la comunidad política enferma termina por derrumbarse. Por eso, solo un marco de principios, permitirá superar la profunda crisis moral en que nos encontramos. No nos engañemos, la crisis moral es el telón de fondo de aquello que nos afecta directamente: el derrumbe de nuestra economía, la sinrazón de nuestra política y la disolución de la convivencia social. La crisis moral es el gran tema de nuestro tiempo, el supremo reto que hemos de abordar con el fin de legarle a las generaciones futuras un mundo más justo, libre y solidario.
La regeneración global ha de estar basada en principios y valores anclados en la verdad. Una verdad capaz de transformar las estructuras económicas y políticas, y de forjar el bienestar integral de la humanidad. Para que esa verdad se materialice en la vida pública hemos de apelar a los principios que son, a su vez, preceptos o verdades básicas que nos sirven como punto de partida y actúan como razones últimas. Estos principios son verdades evidentes que nos obligan universalmente y son inmutables, unen en el mismo bien común a todos los hombres en todas las épocas de la historia. Ahora bien, si el principio es un punto de partida, el valor moral vendría a ser la manera en que se observa ese punto de referencia conforme el hombre recorre su camino vital. El punto de partida no cambia. El ser humano lo busca en la creación, en Dios, en la verdad filosófica, en el absoluto trascendente o en las ideas innatas. El valor, por su parte, es la percepción social de esa verdad. Por eso los valores pueden cambiar. Así, el principio de justicia es una verdad que nos dice que hay que dar a cada uno lo suyo. El valor es la percepción social de esa verdad, la materialización del principio en un caso concreto y bajo una ley peculiar. El valor solo alcanza su plenitud cuando se mantiene fiel al principio, cuando refleja en la sociedad la verdad objetiva que mora en la esencia del principio. El valor, cuando así es concebido, es absoluto y permanente.
De lo contrario, si se aleja de las verdades objetivas y naturales, se pervierte, es atrapado por la impetuosa corriente del relativismo. Se produce, entonces, un desquiciamiento de los valores. De esta manera nacen los antivalores, los valores negativos, los sucedáneos de la verdad. Lo verdadero se convierte en falso y lo falso es elevado a opinión pública.
Nuestra época es una en la que se pisotean los valores morales y se impone una nueva ética soliviantada por el consenso. Urge, por eso, que los valores vuelvan a fundirse con los principios. Es preciso que reconozcamos que los valores, para influir y transformar la sociedad, han de ser respetuosos de las verdades que iluminan una convivencia fecunda y trascendente. Sólo si los auténticos valores se plasman en virtudes, es decir, en acciones concretas en la vida diaria, es posible luchar por una regeneración en la sociedad. Los auténticos valores, aquellos que se basan en la verdad, pueden y deben convertirse en el centro de la regeneración democrática de España y Europa. Existe una verdad objetiva, natural, perfectamente cognoscible a través del logos. Los valores deben de liderar una auténtica revolución democrática basándose en la verdad. Europa se ha nutrido de unos valores concretos a lo largo de los siglos. Occidente es la hechura de los valores cristianos que proclama la igualdad de los hombres, la primacía de su dignidad, la existencia de derechos universales, la libertad como sistema de vida y la necesidad de respetar y promover el imperio de la ley y la justicia.
La Europa del siglo XXI debe construirse sobre principios sólidos enraizados básicamente en dos tradiciones: la judeocristiana y la grecolatina, matizadas por la Ilustración. Cercenar una de estas herencias es tanto como mutilar Occidente. Son los valores de estas tradiciones, los que configuran el depósito de la herencia europea, un depósito abierto a la influencia positiva de otras civilizaciones sin que por ello sea preciso renunciar a los principios inamovibles sobre los que fundamos nuestro modo de vida. Europa es un continente abierto, capaz de rescatar lo mejor de todas las culturas del orbe. Sin embargo, solo podemos hablar de la existencia de Europa si reconocemos a su vez que hay un conjunto de valores sobre los que se apoya la unidad estructural de nuestro continente. Europa no se entiende sin libertad. Europa no se comprende sin solidaridad, sin el respeto a la ley, sin una democracia de valores, o sin un política de la verdad.
Si queremos descubrir los valores, tenemos que ir a la esencia de las instituciones. Y las instituciones también están formadas por personas. Redescubramos, entonces, a las personas, no nos quedemos solo en los procedimientos, en los mecanismos, en las formalidades. En mi opinión, Europa necesita más que nunca fijar su mirada en quienes pueden considerarse sus “padres fundadores”. Y esto es así porque una sociedad que no se apoya en valores comunes, en convicciones compartidas, no puede desarrollar un sistema institucional que le dé la estabilidad que toda comunidad política requiere. Los valores otorgan unidad, coherencia, posibilidad de destino. La conocida frase de Jean Monnet apunta en la misma dirección: "nosotros no unimos Estados; unimos personas". Y hablar de persona es hablar de trascendencia. Sin una apertura a la trascendencia, nada tiene sentido: las personas se aíslan, las comunidades se desvanecen, el bien común se diluye. Como bien señala Benedicto XVI en su encíclica Caritas in veritate (núm. 78): "Sin Dios, el hombre [Europa, podemos decir nosotros] no sabe dónde ir ni tampoco logra entender quién es".
Solo los valores salvarán la síntesis europea. Los valores crearon Europa y los valores la mantendrán en tierra firme. Europa, España, enraizada en los valores, continuará aportando a la especie humana su sabiduría y su espiritualidad. Adentrémonos de nuevo en los principios de las tradiciones judeocristiana y grecolatina, que fueron las verdaderas fuentes de inspiración de nuestros padres europeos. Esforcémonos por transmitir una cultura que se oponga al relativismo posmoderno y al posibilismo oportunista. Soñemos con un mundo mejor, no basado solamente en los avances técnicos y en las revoluciones científicas sino en el comportamiento ético de las personas, en el hallazgo del camino verdadero, en la trascendencia que a todos nos une en pos de un horizonte común. Y hagámoslo por la senda de los principios, por el largo y valiente sendero de los valores que construirán la Europa de la globalización.